miércoles, 21 de abril de 2010

El candado de la abuela

Aquel pequeño candado de hierro y ornamentado en oro falso dejaba inaccesible su contenido para cualquiera. No era como si pudieras llegar y meter la llave de cobre en él y sus dientes la abrirían así sin más. Tampoco era del tipo que esperas a tener algún tipo de código o una tarjeta o pasador que te permitiera forzarlo.
Era un simple candado de años, que guardaba celoso el secreto que quisieron ocultar tras sus chapas.
Era una simple baratija que había comprado la abuela de la abuela de tu abuela. No tenía nada poco usual y mucho menos podría ser vendido en una subasta por cientos de billetes.
Tampoco se trataba de que dentro de aquel baúl existiera el secreto de la vida o los papeles que decían que tu acaudalado antecesor te dejó un montón de oro y plata, o benditas propiedades. Porque no era así.
Lo veías porque, sencillamente, era un candado.
Una de esas cosillas –que en realidad no era tan pequeña- que dejaban a los otros fuera de tu secreto, de lo que deseabas ocultar.
Y te hacía pensar, ¿qué cosas no podrías guardar tras uno o dos candados?
Por eso estabas ahí, viendo aquel pedazo de hierro y en tus dedos jugabas con la llavecilla de cobre. Tenías deseos de saber qué cosa podía ocultar la abuela de tu abuela. Te ardían las ansias de conocer qué podía ocultar detrás de aquel candado aquella señora, qué podía querer alejada de la vista de los curiosos.
Tomaste el candado en tu mano y lo observaste de nuevo. Era pesado y tenía la pinta de algo que debía estar en un museo. Le introdujiste la llave y escuchaste el chasquido de los goznes cediendo.
No pudiste hacer más. El punto de guardar un secreto era… precisamente ese. Sólo removiste el candado y cambiaste por otro, más nuevo, mejor.
Te llevaste el candado viejo y guardaste aquel baúl.
Ahora, estás ahí, frente a una caja de cedro más nueva. Guardas todo aquello que alguna vez quisiste que sólo tú conocieras –algunas cartas, uno que otro dulce, unos pocos regalos, una mariposa seca… secretos… recuerdos-. Lo cierras con cuidado y le colocas aquel viejo, pesado y peculiar candado.
Piensas que quizá, en muchos años, el nieto de tu nieto decida ver que hay allí dentro. Esperas que lo haga y aproveche la oportunidad de conocerte un poco más. O quizá, sería mejor que no lo hiciera. Después de todo, son tus secretos, guardados tras aquel candado centenario.
Un candado de hierro y con brocados dorados. Un guardador de secretos.

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