miércoles, 21 de abril de 2010

Acuario

Era un lugar enorme, lleno de gente, los pasillos podían ser avenidas de la ciudad, sólo que éstas estaban cubiertas por mármol que teñía de naranja por el sol que moría y se filtraba por las ventanas.
Las paredes estaban revestidas de cristales, que permitían ver las aguas, los peces, las algas. Eran monumentales; sin duda, una acuario enorme.
Axel, pequeño alegre, caminaba al lado de su madre; observaba todo, sus ojos verdes se clavaban en cada vidriera y veía más allá de su reflejo de cabellos rubios, el hipnotismo del mundo acuático.
De pronto, una horda de turistas japoneses que caminaban apresurados, frenéticos, casi salvajes, haciéndole preguntas al guía, mientras enfocaban sus cámaras en todo; se abalanzaron encima del pequeño, arrastrándolo. Él sólo alcanzó a ver a una mujer gorda que lo apartaba fuera del camino.
Y después… todo fue silencio. Lo habían llevado hasta una sala diferente, solitaria y tranquila, pequeña y que contenía solamente una enorme pecera y un cartel que anunciaba: “Peces de los arrecifes australianos. Exposición temporal. Último Día”.
Caminó hasta tocar con las manos el vidrio, maravillándose con los corales de colores azules, rosas, amarillos; con manta rayas grises que se veían naranjas por la luz; peces grandes, pequeños, bonitos, feos. Todos únicos y asombrosos.
Apareció casi, casi, de la nada, un enorme pez azul cuyas escamas decoraba una franja amarilla. Axel se paralizó, más allá de ser imponente, el pez lo veía, lo observaba y nadaba hacia él.
El sonido de algo crujiendo no lo hizo girarse, parecía estar en una pelea de miradas con el gordo pececillo y él no deseaba perder. De haberlo hecho, habría podido ver el vidrio estrellándose, formando una grieta larga y seseante, que dejó salir toda el agua de la descomunal pecera.
Una ola enorme, salada y cálida, golpeó al niño directo a la cara.
Axel nadó, agradeciendo las clases que su madre lo había obligado a tomar. Pataleó, dio de brazadas y quiso levantar la cabeza. Pero un bobo pulpo, pequeño y morado, se le pegó al rostro. Le impidió ver o escuchar cualquier cosa.
Tiró de él, una y otra vez; lo jaló y estiró hasta que, por fin, lo logró.
Tan pronto se lo quitó de encima, el sol le dio a la cara y una brisa salada le golpeó las mejillas. Observó a su alrededor, viendo el cielo azul sobre su cabeza y el turquesa profundo del agua salada.
A su lado, el enorme pez azul le sonreía y con sus aletas, comenzó a bailar y a cantar algo que sonaba como “ven, ven, ven”, así que fascinado con la bizarra escena lo siguió.
El pez le mostró el fondo del mar, nadaron entre las algas, entre otros pececillos que le saludaban y medusas que danzaban entre el agua y tortugas que jugaban al póker con conchas y rocas lisas.
Parecía haber pasado mucho tiempo, casi una eternidad completa, como si tuviera días y días riendo con los peces de colores y los arrecifes de coral. Hasta que en algún momento, allá muy lejos, mientras él jugaba con los caballitos de mar, escuchó una voz que lo llamaba, que decía su nombre.
Axel parpadeó varias veces, tratando de saber quién le hablaba. Volteó hacia atrás y… vio a su madre, en mitad de la sala…
Sin mar, sin medusas bailando ni tortugas jugadoras y, sobre todo, sin pez azul que cantara, bailara y lo llamara para jugar.
-es hora de irnos- le dijo, tomándolo de la mano y sacándolo de ahí.
Axel salió de la sala pensativo, todo parecía haber sido un sueño; auqnue casi podía recordar la temperatura del agua o la textura de los corales entre sus manos… o la voz del pez.
Le dio un último vistazo a la sala de la exposición de peces australianos antes de que su madre definitivamente lo llevara a la puerta principal, donde un pez azul regordete le miraba sonriendo.

No hay comentarios:

Publicar un comentario